Mediados de 1800. Los coches comienzan a ser una realidad cuantitativa en Europa, en un primer momento propulsado por motores de vapor, y más tarde con combustibles líquidos. No será hasta 1885, que se fabrique el primer automóvil alimentado por un motor de combustión interna con gasolina.
Con la proliferación de los vehículos, comienza a plantearse la necesidad de establecer unas normas de seguridad. Los accidentes comienzan a repetirse. Las primeras víctimas mortales de la automoción, la mayoría peatones atropellados, ocupan la primera plana de las gacetas de la época. La mala prensa comienza a acechar a la joven industria de la automoción, que asiste a una campaña de demonización del automóvil por parte de los sectores más conservadores. Quién iba a imaginar que el coche hubiese sido señalado como instrumento del demonio.
La legislación hasta entonces existente, anterior a 1861, establecía la velocidad máxima en 16 km/h y el peso de los vehículos en el tope de las 12 toneladas. A partir de esa fecha había quedado ya obsoleta, así que en 1865, se promulgó una nueva, bautizada como The Locomotive Act o «Bandera roja», que fijaba el límite de velocidad en 6 kilómetros por hora en carretera y en 3 kilómetros por hora en ciudad. Así ya no podían ir tan «embalados».
Además, la nueva ley de circulación estableció que los coches debían estarocupados por tres personas; el conductor, un fogonero y un tercer sujeto que debía ir caminando 60 metros por delante del vehículo, con una bandera roja, con la que advertía a los peatones y carros tirados por caballos de la proximidad de una máquina autopropulsada.
La normativa fue duramente criticada por los empresarios del automóvil, que tacharon la legislación como altamente perjudicial para la industria, en favor de los intereses del tradicional carruaje de caballos o de la incipiente empresa del ferrocarril, de gran influencia y que no veía con buenos ojos la irrupción de un competidor directo.