Una historia que comienza en Irlanda, para hacer historia en Australia y acabar tendiendo lazos con el Tercer Reich alemán. Un final que basta, de sobra, para emborronar la carrera de cualquier persona. Pero no sería justo no reconocer todos los méritos que Fay Taylour acaparó hasta entonces, y no pensar hasta dónde podría haber llegado de no sufrir la discriminación de la sociedad de la época.
Antes de que cruzara el océano para llegar al Down Under, y mucho antes de que el MI5 le echara el ojo, Fay Taylour era una simple chica irlandesa que presentaba un poderío físico que la diferenciaba de las demás. Este hecho, sumado al poco interés que le despertaban las labores del hogar, hizo que emprendiera un camino lleno de obstáculos, pero también repleto de éxitos.
Una infancia a toda velocidad
Hija mediana de una familia mezcla de británicos e irlandeses. De pequeña, su única diversión era la velocidad, lanzarse desde lo alto de la colina y sentir el viento acariciando su pelo. Para este fin le pidió ayuda al jardinero del hogar familiar, que sirviéndose de un viejo tobogán le fabricó un vehículo de cuatro ruedas que se embalaba con la mínima pendiente.
La destreza adquirida esquivando todo lo que se iba encontrando en sus peligrosos descensos permitió que, cuando la familia adquirió su primer automóvil, ella fuera una de las primeras en ponerse al volante. El gusanillo de la velocidad le había picado y ya nunca se separaría de ella esa sensación.
Pero el hecho más importante fue cuando se hizo con su primera motocicleta. Tras la muerte de su madre, el retiro de su padre y los matrimonios y estudios de sus hermanas, Taylour se encontró sola. De esta manera, si quería poder hablar con alguien, debía coger el automóvil familiar y conducir durante kilómetros.
La suerte a veces se viste de las formas más variopintas y, en algunos casos, viene bajo una envoltura de desgracia. Una avería en su coche obligó a Taylour a entrar en un taller donde el mecánico acabó por convencerla de que lo mejor que podía hacer era comprarse una moto. Y así lo hizo, Taylour al fin disponía de un vehículo propio, ágil y cómodo, que le permitía ir allá donde le diera la gana y correr campo a través. Y no hizo otra cosa desde entonces.
Los locos descensos con su viejo tobogán fueron de gran ayuda cuando el dueño de un concesionario, tras verla derrapando por las llanuras y los montes, le propuso participar en el Southern Scot Scramble, una carrera loca que consistía en bajar colinas empinadas. Taylour se había estado preparando para esto toda su vida. Aunque no consiguió la victoria, obtuvo un digno puesto y se hizo con los premios al mejor novato y a la mujer más rápida.
Los éxitos de Fay Taylour se acumulan
Esto solo fue el principio de una larga lista de competiciones en las que Taylour se enroló y en las que pronto empezó a hacerse con la victoria. Las carreras de trial y de resistencia ya no tenían secretos para ella y las medallas de oro se acumulaban.
Pero todo no podía ser tan fácil. En los años veinte (y quizás ahora), la sociedad no estaba preparada para ver a una mujer, no solo conduciendo a toda velocidad una motocicleta, sino saliendo victoriosa en las carreras. Por ello, la compañía de motocicletas Rudge le hizo una oferta de trabajo.
Por desgracia, no era como piloto, sino como secretaria. Taylour aceptó el trabajo, pero apenas desgastó el asiento de la oficina, se pasaba el tiempo en el taller.
Al ver el desastre de papeleo que se amontonaba, Rudge no tuvo otra opción, le quitó la agenda de citas de las manos a Taylour y le entregó los mandos de una moto de 500 cc. Con ella consiguió algún premio destinado a las mujeres, pero veía cómo sus rivales se le escapaban. No entendía por qué, hasta que comprendió que su verdadero enemigo estaba en casa. Rudge había modificado su moto para que no pudiera alcanzar toda su potencia.
Una campeona que no necesitaba ventajas
Cuando casi todas sus esperanzas se habían esfumado, otro fenómeno llamó a su puerta. El speedway había aterrizado en Inglaterra directamente desde tierras australianas y norteamericanas.
Taylour se enamoró de la velocidad con la que tomaban las curvas y supo que eso era lo suyo. Pero nadie le quiso dar una oportunidad, hasta que Lionel Willis le abrió las puertas de la competición y, también, de su corazón. Este era un rico australiano enamorado del speedway que confió en la irlandesa.
Arreglando la Rudge boicoteada, Taylour empezó a probar en speedway pasando más tiempo en la tierra que sobre la motocicleta. Finalmente lo consiguió, con una Douglas nueva compitió en una carrera oficial. Eso sí, al ser mujer, le daban unos cuantos segundos de ventaja. Cuando Taylour se empezó a hacer con todas las victorias y, tragándose el orgullo, decidieron quitarle los beneficios. Aún así, no podían con ella.
Las victorias de Fay Taylour traspasan fronteras
En 1928, Taylour tuvo una idea simple pero completamente nueva. Viendo cómo los pilotos australianos acudían a las competiciones europeas durante la primavera y el verano y después se volvían al país de Oceanía para seguir compitiendo con buen tiempo, pensó que por qué ella no podía hacer lo mismo. De este modo, se convirtió en la primera europea en viajar a Australia a enfrentarse con los grandes mitos del motociclismo.
Allí se presentó, sin un contrato ni nada firmado. Pero lo exótico de una mujer motorista y, encima, europea, le permitió abrir todas las puertas. Allí se hizo un nombre por su competitividad, sobre todo al batir al ídolo local Sig Schlam.
Un mal final: Apartada y aliándose con Hitler
Cuando volvió al Reino Unido, las cosas habían cambiado. Esta vez lo que parecía una mala noticia acabó siendo una noticia horrible. En el país británico se había prohibido a las mujeres participar en las carreras de pistas de tierra. Todos los esfuerzos de Fay Taylour fueron en vano. Los hombres estaban cansados de que cada vez más mujeres les fueran quitando terreno
Taylour se pasó a las cuatro ruedas con bastante éxito, pero el resquemor por cómo habían tratado a las mujeres le duró para siempre, y quizás explique, en parte, su acercamiento a otros países extranjeros. Lo peor de todo, es que su cariño se fue hacia la Alemania Nazi de Hitler.
Empezó uniéndose a la Unión Británica de Fascistas y acabó mostrando su apoyo a Hitler cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Su encendido elogio de los nazis, mostrado públicamente en discursos, cartas y hasta folletos, llamaron la atención de los servicios de inteligencia británicos que no le quitaron ojo.
Tanto es así, que en 1940 acabó en la cárcel, donde fue catalogada como una de las más fervientes simpatizantes del nazismo. Los británicos decidieron quitársela de encima y aceptaron ponerla en libertad siempre que se marchara del país. Taylour acabó en Irlanda, pero hasta 1946 se le mantuvo la vigilancia por el miedo que tenían a que pasara información al enemigo.
Tras la guerra se marchó a Estados Unidos, donde compitió sobre cuatro ruedas, hasta que tras un viaje a Reino Unido no la dejaron volver por sus simpatías ideológicas. De modo que compitió en las islas y en Australia hasta que le permitieron entrar en Norteamérica. Allí apenas compitió un año antes de retirarse. Acabó volviendo al Reino Unido donde murió en 1983.
La historia de Fay Taylour está llena de hecho sorprendentes, grandes gestas y comportamientos totalmente reprobables. Su historia se recoge en el libro Fay Taylour Queen of Speedway, donde se pueden encontrar algunos de sus textos y diarios. Fay Taylour es otra demostración de la necesidad de separar al personaje de la persona, al mito del automovilismo de la persona fanática de una ideología asesina.