A un país tracionalmente mediocre le bastó muy poco para creerse el amo del mundo. Estancados en el centro de la tabla, en esos puestos donde puedes presumir de algo pero en voz baja, España se convertía en un país petulante de nuevos ricos a base de ladrillo. Con un sector inmobiliario funcionando a pleno rendimiento, construyendo 800.000 casas al año, cuatro veces más que Alemania o Francia, los españoles creímos vivir en una realidad dorada que no resultó ser más que un espejismo con una final de bofetada.
Corrían buenos tiempos cuando muchos españoles presumían de un salario alto, una segunda residencia en la playa y un coche de alta gama. El Porsche Cayenne, valorado en más de 60.000 euros, fue en aquellos años el rey de las cuatro ruedas, pasando de rara avis en nuestras carreteras a un invitado habitual que parecía haber llegado para quedarse. Pero estalló la burbuja, millones de personas se fueron al paro y el país comenzó a sobrevivir en la crisis financiera más importante desde la Gran Depresión.
Algunos como Víctor Conde, profesor de marketing en la Universidad de Nebrija, acuñaron el término de la «crisis del Cayenne«, «un coche que había sido el paradigma de cómo hemos vivido por encima de nuestra posibilidades». Las consecuencias no tardaron en llegar y pronto las ventas de Porsche Iberia han caído un 34% desde 2007, hasta las 1.900 unidades vendidas en 2010, en consonancia con una industria, la de la automoción, que cerrará el 2011 con 810.700 vehículos vendidos, un impresionante retroceso del 51% con respecto a 2007.
Para los expertos, esto es solo el principio y es que tal y como afirma Jonathon Poskitt, analista de LMC Automotive , el mercado no volverá a estabilizarse hasta dentro de una década. «El problema es que no parece haber una solución rápida en el horizonte. La crisis del euro está mermando la confianza de la región, y en particular la de España, que tiene un gran problema con la tasa de desempleo», asegura.
Esperemos que a partir de 2012 que está a punto de comenzar no cometamos esos errores del pasado.
Vía: El Economista